
“Yo daba la vuelta por la pared de la calle”, le cuentan a Platero, en tono de ensoñación, “y me venía a la verja cerrada que da al campo.”
Un día y otro también, Ayrton, alguna verja se nos pone delante, cerrándonos el paso.
“Ponía mi cara contra los hierros y miraba”, continúa el relato en Platero y yo, “cuanto mi vista podía alcanzar”. Notaba que “una vereda salía y se borraba, bajando” hacia un camino “ancho y hondo por el que nunca” había pasado.
Al interrumpirnos el impulso a proseguir, nos ofuscamos, Ayrton, y el desamparo, cuando no el deseo, crece.
“¡Qué mágico embeleso ver, tras el cuadro de hierros de la verja, el paisaje y el cielo…!”
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