viernes, 8 de abril de 2011

Ayrton XX


“Siempre que volvíamos” a casa, Ayrton, luego de corretear por los baldíos del barrio, cansados y sucios, ya casi hartos de jugar, “estaba el niño tonto a la puerta de su casa, sentado en su sillita, mirando el pasar de los otros”, que, en cada atardecer, éramos nosotros. “Era uno de esos pobres niños a quienes no llega nunca el don de la palabra” (¡distinto de ti, que hasta tus uñas hablan!) “ni el regalo de la gracia” (¡tú rebosas de ella!); “niño alegre él” (¡ahí sí: iguales!) y triste de ver (¡ahí no: deleita mirarte, Ayrton!); “todo para su madre, nada para los demás” (¡hummm, aquí, creo, y lo siento, que para ti es a la inversa!).

El narrador de Platero y yo le cuenta al borrico que “cuando pasó por la calle blanca aquel mal viento negro, no vi ya al niño en su puerta.” Ese día aciago, “cantaba un pájaro en el solitario umbral…”

De tanto en tanto, Ayrton, sobre todo al mirarte, “pienso en el niño tonto, que se fue al cielo. Estará sentado en su sillita, viendo pasar” las mariposas de líneas doradas. Por el contrario, ahora tu vida se está bruñendo como nunca, como si frotáramos la lámpara de Aladino y todos los días se nos cumple un deseo áureo.

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