lunes, 4 de abril de 2011

Ayrton XIV


“Platero ha comenzado a cojear”, me dijo Ayrton apenas me vio. Era una frase que habíamos leído durante la clase anterior, en el capítulo “La Púa”, de “Platero y yo”. Yo, que siempre tengo tan asimilados al niño y al borrico, tanto como el mismo Ayrton, noté al punto que él hablaba de sí mismo y que se encontraba mal.

“—Pero, hombre, ¿qué te pasa?”, le pregunté, igual a como hicieron con Platero.

“Platero ha dejado la mano derecha un poco levantada”, leíamos ayer, “sin fuerza y sin peso, sin tocar casi con el casco la arena”. El pobre borrico tenía clavada “una púa larga y verde”. Se la sacaron, claro, y, “estremecido del dolor”, lo llevaron hasta un arroyo cercano “para que el agua, con su larga lengua pura”, lamiera su herida.

Escuché a Ayrton, busqué la pena y se la arranqué. Luego, lo junté con algunos de sus pares, para que su agua amistosa completara la faena.

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