
Mientras vamos “…cabalgando en la blandura gris de Platero” los párvulos “…corren detrás de nosotros, chillando largamente.
—¡El loco! ¡El loco! ¡El loco!”
Algunos creen que ayudar a Ayrton será inútil; que todo caerá en saco roto; que, por sus orígenes, nunca podrá levantar cabeza.
Pero “…mis ojos —¡tan lejos de mis oídos!— se abren…” para ver “…esa serenidad armoniosa y divina que vive en el sin fin del horizonte...”
Quizás tú mismo, Ayrton, opinas que no puedes cambiar tu vida y que siempre será así. ¿Pero para qué estoy yo, tu profesora, una adulta, sino para señalarte el norte y, aunque más no fuese, quitarte algunas piedras de tu mochila y de tu camino?
“Y quedan, allá lejos…”, no los escucho, pero los siento, “…unos agudos gritos, velados…”, “…entrecortados, jadeantes, aburridos...
—¡El lo... co! ¡El Lo... co!”
La loca.
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